domingo, 23 de junio de 2019

Fernan Caballero.


No está la felicidad en el cumplimiento de los deseos,
sino que está en no tenerlo; que rico es el que posee,
pero feliz el que nada desea.
Fernán Caballero.

El amor platónico es el que se encierra en
una mirada, en un suspiro o en una carta.
Fernán Caballero.

Fernán Caballero...
En una época - como muchos periodos por los que ha transitado la mujer en ésta Tierra de paso- nació en Suiza por los años de 1796, una excepcional dama de méritos inocultables a quien llamaron Cecilia, su padre era un hispanista alemán John Nikolaus Böhl, cónsul en Cadiz e introductor del romanticismo a España, escritor de gran mérito y de Frasquita Larrea, escritora y lingüista andaluza, en semejante ambiente se crió Cecilia Böhl de Faber, quien es mi invitada de hoy a recordar, en éste Plácido domingo de junio.

Después de sus tres matrimonios y por estar en una mala situación económica, Cecilia, empezó a publicar sus escritos que se convirtieron en novelas con un gran éxito, pero como no era muy bien visto que una mujer fuera escritora, para asegurarlo tomó un seudónimo de un pueblito de Castilla-La mancha, llamado Fernán Caballero. Escribió poemas, cuentos y desde luego novelas. Hoy un cuento corto de mi invitada que llamó: 

     La niña de los tres maridos.
  Había un padre que tenía una hija muy hermosa, pero muy voluntariosa y terca. Se presentaron tres novios a cual más apuestos, que le pidieron a su hija; él contestó que los tres tenían su beneplácito, y que preguntaría a su hija a cual de ellos prefería.

     Así lo hizo, y la niña le contestó que a los tres.
     -Pero hija, si eso no puede ser.
     - Elijo a los tres -contestó la niña.
     - Habla en razón, mujer -volvió a decir el padre-. ¿A cuál de ellos doy el sí?
     - A los tres -volvió a contestar la niña, y no hubo quien la sacase de ahí.

     El pobre padre se fue mohíno, y le dijo a los tres pretendientes que su hija los quería a los tres;  pero como eso no era posible, que él había determinado que se fuesen por esos mundos de Dios a buscar y traerles una cosa única en su especie, y aquel que trajese la mejor y más rara sería el que se casase con su hija.

     Se pusieron en camino, cada cual por su lado, y al cabo de mucho tiempo se volvieron a reunir allende los mares, en lejanas tierras, sin que ninguno hubiese hallado cosa hermosa y única en su especie. Estando en estas tribulaciones, sin cesar de procurar lo que buscaban, se encontró el primero que había llegado con un viejecito, que le dijo que si le quería comprar un espejito. Le dijo que no, puesto que para nada le podría servir aquel espejo, tan chico y tan feo. Entonces el vendedor le dijo que tenía aquel espejo una gran virtud, y era que se veían en él las personas que su dueño deseaba ver; y habiéndose cerciorado de que ello era cierto, se lo compró por lo que le pidió.

     El que había llegado de segundo, al pasar por una calle se encontró con el mismo viejecito, que le preguntó que si le quería comprar un potecito con bálsamo.
     - Para que me ha de servir ese bálsamo? -preguntó al viejecito.
     - Dios sabe -respondió éste-; pues este bálsamo tiene una gran virtud, que es la de hacer resucitar a los muertos.
     En aquel momento acertó a pasar por allí un entierro; se fue a la caja, le  echó una gota del bálsamo en la boca del difunto, que se levantó tan bueno y dispuesto, cargó con su ataúd y se fue a su casa; lo que visto por el segundo pretendiente, compró al viejecito su bálsamo por lo que le pidió.

     Mientras el tercer pretendiente paseaba metido en sus conflictos por la orilla del mar, vio llegar sobre las olas un arca muy grande, y acercándose a la playa, se abrió, y salieron saltando en tierra infinidad de pasajeros. El último era un viejecito, se acercó a él y le dijo si le quería comprar aquella arca.
     -¡Para qué la quiero yo -respondió el pretendiente-, si no puede servir sino para hacer una hoguera?
       - No, señor -repuso el viejecito-, que posee una gran virtud, pues que en pocas horas lleva a su dueño y a los que con él se embarcan a donde apetecen ir y donde deseen. Ello es cierto; puede usted cerciorarse por éstos pasajeros, que hace pocas horas se hallaban en las playas de España. Se cercioró el caballero, y compró el arca por lo que le pidió su dueño. 

La niña muerta...

     Al día siguiente se reunieron los tres, y cada cual contó muy satisfecho que ya había hallado lo que deseaba, y que iba, pues, a regresar a España. El primero dijo cómo había comprado un espejo, en el que se veía, con solo desearlo, la persona ausente que se quería ver; y para probarlo presentó el espejo, deseando ver a la niña que todos tres pretendían. ¡Pero cuál sería su asombro cuando la vieron tendida en un ataúd y muerta!
     - Yo tengo -exclamó el segundo- un bálsamo, que la resucitaría; pero de aquí a que lleguemos, ya estará enterrada y comida de gusanos.
    - Pues yo tengo -dijo a su vez el que había comprado el arca- un arca que en pocas horas nos pondrá en España.

    Corrieron entonces a embarcarse en el arca, y a las pocas horas saltaron en tierra, y se encaminaron al pueblo en que se hallaba el padre de su pretendía. Hallaron a éste en el mayor desconsuelo, por la muerte de su hija, que aún se hallaba de cuerpo presente. Ellos le pidieron que los llevase a verla; cuando estuvieron en el cuarto en que se encontraba el féretro, se acercó el que tenía el bálsamo, echo unas gotas sobre los labios de la difunta, la que se levantó tan buena y risueña de su ataúd, y volviéndose a su padre, le dijo:

     - ¡lo ve usted, padre, cómo los necesitaba a los tres?  

 
   Obiter Dictum: Alguien agregó... "Detrás de los cristales de una de las ventanas del cuarto donde estaba el féretro de la niña, se veía a un viejecito que con su pícara mirada, soltó una carcajada y desapareció".

Un sencillo abrazo dominguero.

Hortensio.

































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