Y el soldado desafió a la muerte. |
- ¡Majestad! - le dijo el soldado- Nadie podrá devolverle la salud. Solo le quedan tres horas de vida.
Al oír estas palabras el zar se encolerizo y gritó con rabia:
-¿Cómo? Tú que has curado a mis boyardos y a mis generales, ¿no quieres curarme a mi, que soy tu soberano? ¿Acaso soy yo de peor casta o indigno de tu favor? Si no me curas daré la orden para que te ejecuten una hora después de mi muerte.
El soldado se encontró perplejo ante este problema y se puso a suplicar a la Muerte, diciendo:
- Dale al zar la vida y toma en cambio la mía, porque si de todas modos he de perecer, prefiero morir por tu mano a ser ejecutado por la del verdugo.
Miró otra vez el vaso y vio que la Muerte le hacía una señal de aprobación y se colocaba a los pies del zar. El soldado roció al enfermo, y éste en seguida recobró la salud y se levantó de la cama.
-Oye, Muerte -dijo el soldado-, dame tres horas de plazo; necesito volver a casa para despedirme de mi mujer y mi hijo.
-Está bien -contestó la muerte.
El soldado se fue a su casa, se acostó y se puso muy enfermo. La Muerte no tardó en llegar y en colocarse a la cabecera de su cama, diciéndole:
-Despídete pronto de los tuyos, porqué ya no te quedan más que tres minutos de vida.
El soldado extendió un brazo, descolgó de la pared la alforja, la abrió y preguntó:
-¿Qué es esto?
La Muerte contestó:
-Una alforja.
- Es verdad; pues entra aquí.
Y la muerte en un instante se encontró metida en la alforja.
El soldado sintió grande alivio que saltó de la cama, ató fuertemente la alforja, se la colgó al hombro y se encaminó a los espesos bosques de Briauskie. Llegó allí, colgó la alforja en la cima de un álamo y se volvió contento a su casa.
Desde entonces ya no se moría la gente. Nacían y nacían, pero ninguno moría. Así transcurrieron muchos años, sin que el soldado descolgase la alforja del álamo.
Un vez que paseaba por la ciudad tropezó con una anciana tan vieja y decrépita, que se caía al suelo a cada soplo del viento.
-¡Dios de mi alma, que vieja eres! -exclamó el soldado-. Ya es tiempo de que te mueras.
- Si hijo mío - le contestó la anciana-. Cuando hiciste prisionera a la Muerte sólo me quedaba una hora de vida. Tengo gran deseo de descansar; pero ¿cómo he de hacer? Sin la muerte la tierra no me admite para que descanse en sus profundidades. Dios te castigará por ello, pues son muchos los seres humanos que están sufriendo como yo en éste mundo por tu causa.
El soldado quedó pensativo: "Se ve que es necesario liberar a la Muerte aunque me mate a mí- pensó-. ¡Soy un gran pecador!"
Se despidió de los suyos y se dirigió a los bosques de Briauskie. Llegó allí, se acercó al álamo y vio la alforja colgada en o alto del árbol, balanceada por el viento.
-Oye, Muerte, ¿estás viva?- preguntó el soldado.
La Muerte le contestó con una voz apenas perceptible:
- Estoy viva, amigo.
El soldado descolgó la alforja, la desato y la abrió, dejando libre a la Muerte, a la que suplicó que lo matase lo más pronto posible para sufrir poco; pero la muerte, sin hacerle caso, echo a correr y en un instante desapareció.
Que te llega la hora...te llega. |
Todos creían que ya no se moriría nunca; pero, según dicen, se ha muerto hace poco.
Fin.
Un abrazo incondicional.
Hortensio.