El valiente soldado ruso. |
Los servidores llegaron al palacio y vieron con asombro al soldado paseándose contentísimo por las salas fumando su pipa.
-¡Hola, amigo! Ya no esperábamos verte vivo. ¿Qué tal has pasado la noche? ¿Cómo te las has arreglado con los diablos?
- ¡Valientes personajes son esos diablos! ¿Miren cuánto oro y cuánta plata les he ganado a los naipes!
Los servidores del zar quedaron asombrados y no se atrevían a creer lo que veían sus ojos.
- Se han quedado todos con la boca abierta -siguió diciendo el soldado-. Envíenme pronto dos herreros y díganles que traigan el yunque y los martillos.
Cuando llegaron los herreros trayendo consigo el yunque y los martillos de batir, les dijo el soldado:
-Descuelguen esa alforja de la pared y den buenos golpes sobre ella.
Los herreros se pusieron a descolgar la alforja y hablaron entre ellos:
- ¡Dios mio, cuanto pesa! ¡Parece como si estuviera llena de diablos!
Y éstos exclamaron desde adentro:
- Somos nosotros, queridos amigos.
Colocaron el yunque con la alforja encima y se pusieron a golpear sobre ella con los martillos como si estuviesen batiendo hierro. Los diablos, no pudiendo soportar el dolor, llenos de espanto, gritaron con todas sus fuerzas:
- ¡Gracia, gracia, soldado! ¡Déjanos libres! ¡Nunca te olvidaremos y ningún diablo entrará jamás en este palacio ni se acercará a él en cien leguas a la redonda!
El soldado ordenó a los herreros que cesasen de golpear, y apenas desató la alforja los diablos echaron a correr sin siquiera mirar atrás; en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron del palacio. Pero no todos tuvieron la suerte de escapar: el soldado detuvo, como prisionero en rehenes, a un diablo cojo que no pudo correr como los demás.
Cuando anunciaron al zar las hazañas del soldado, lo hizo venir a su presencia, lo alabó mucho y lo dejó vivir en el palacio. Desde entonces el valiente soldado empezó a gozar de la vida, porque todo lo tenía en abundancia: los bolsillos rebosando de dinero, el respeto y consideración de toda la gente, que cuando se lo encontraban le hacían reverencias respetuosas, y el cariño de su zar.
Se puso tan contento que quiso casarse. Buscó novia, celebraron la boda y, para colmo de bienes, obtuvo de Dios la gracia de tener un hijo al año de su matrimonio.
Poco tiempo después se puso enfermo el niño y nadie lograba curarlo. Cuantos médicos y curanderos lo visitaban no conseguían ninguna mejoría. Entonces el soldado se acordó del diablo cojo; trajo la alforja donde lo tenía encerrado y le preguntó:
-¿Estas vivo, diablo?
- Sí, estoy vivo. ¿Qué deseas , señor mío?
- Se ha puesto enfermo mi hijo y no sé que hacer con él. Quizá tu sepas cómo curarlo.
- Sí sé, pero ante todo déjame salir de la alforja.
- ¿Y si me engañas y te escapas?
El diablo cojo le juró que ni siquiera un momento había tenía esa idea, y el soldado, desatando la alforja, puso en libertad a su prisionero.
El diablo, recobrando su libertad, sacó un vaso el bolsillo, lo llenó de agua de la fuente, lo colocó a la cabecera de la cama donde estaba tendido el niño enfermo y dijo al padre:
- Ven aquí, amigo, mira el agua.
El soldado miró el agua, y el diablo le preguntó:
-¿Qué vez?
- Veo la Muerte.
-¿Dónde se halla?
- A los pies de mi hijo.
- Está bien. Si está a los pies, quiere decir que el enfermo se curará. Si hubiese estado en la cabecera, se hubiera muerto sin remedio. Ahora toma el vaso y rocía al enfermo.
El soldado roció al niño con el agua, y al instante se le quitó la enfermedad.
- Gracias- dijo el soldado al diablo cojo, y le dejó libre, guardando solo el vaso.
La muerte... |
Desde aquel día se hizo curandero, dedicándose a curar a los boyardos y a los generales. No se tomaba más trabajo que el de mirar en el vaso, y en seguida podía decir con la mayor seguridad cual de los enfermos moriría y cual viviría.
***
Continuará...
Un abrazo de continuidad.
Hortensio.
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