Cuando eramos muy niños (mis hermanos y yo), mi padre nos regalo una colección de pequeños libros... llamada 'enciclopedia pulga', mucho más pequeños que un celular común pero más gruesos; contenían muchísimas biografías, poesías, cuentos de varios países y literatura en general, un pequeño tesoro que nos abrió la ruta al amor por la lectura y a mi por la literatura. En éste Plácido domingo un cuento que leí hace muchísimos años y que quiero compartir con Ustedes, el cuento del folclore ruso de Alekandr Nikoalevich Afanaisiev. Lo haré en tres entregas para hacerlo más ameno al leer...
500 números de la bellísima colección "Pulga". |
Un soldado, despues de haber cumplido su servicio durante veinticinco años, pidió ser licenciado y se fue a recorrer el mundo. Anduvo por el algún tiempo y se encontró con un hombre muy pobre quien le pidió limosna. El soldado tenía sólo tres galletas y dió una la mendigo, quedando se el con dos. Siguió su camino, y a poco tropezó con otro pobre que tambien le pidió limosna saludándolo humildemente. El soldado repartió con él su provisión, dándole una galleta y quedándose él con la última.
Llevaba andando un buen rato cuando se encontró a un tercer mendigo. Era un anciano de pelo blanco como la nieve, que también lo saludó humildemente pidiéndole limosna.
El soldado sacó su última galleta y reflexionó asi:
"Si le doy la galleta entera me quedaré sin provisiones; pero si le doy la mitad y encuentra a los otros dos pobres, al ver que a ellos les he dado una galleta entera a cada uno de ellos se podrá ofender. Será mejor que le de la galleta entera; yo me poder´pasar sin ella."
Le dio su última galleta, quedándose sin provisiones. Entonces el anciano le preguntó:
- Dime, hijo mio, ¿qué deseas y qué necesitas?
- Dios te bendiga -le contestó el soldado- ¿Qué quieres que te pida a ti, abuelito, si eres tan pobre que nada puedes ofrecerme?
- No hagas caso de mi miseria y dime lo que deseas; quizá pueda pueda recompensarte por tu buen corazón.
- No necesito nada; pero si tienes una baraja, dámela como recuerdo tuyo.
El anciano sacó de su bolsillo una baraja y se la dio al soldado, diciendo:
-Tómala, y puedes estar seguro de que, juegues con quien juegues, siempre ganarás. Aquí tienes tambien una alforja; a quien encuentres en al camino, sea persona, sea animal o sea cosa, si la abres y dices: "Entra aquí", en seguida se meterá en ella.
- Muchas gracias - le dijo el soldado.
Y sin dar importancia a lo que el anciano le había dicho, tomo la baraja y la alforja y siguió su camino.
Después de andar bastante tiempo llegó a la orilla de un lago y vio en él a tres gansos que estaban nadando. Se le ocurrió al soldado ensayar su alforja; la abrió y exclamó:
- ¡Ea, gansos, entren aquí!
Apenas tuvo tiempo de pronunciar las estas palabras cuando, con gran asombro suyo, los gansos volaron hacia él y entraron en la alforja. El soldado la ató, se la puso en el hombro y siguió su camino.
Anduvo, anduvo y al fin llegó a una gran ciudad desconocida. Entró en una taberna y dijo al tabernero:
- Oye, toma este ganso y ásamelo para la cenar ; por éste otro me darás pan y una buena copa de aguardiente, y éste tercero te lo doy a ti en pago de tu trabajo.
Se sentó a la mesa y, una vez lista la cena, se puso a comer, debiéndose el aguardiente y comiendo el sabroso ganso. Conforme cenaba, se le ocurrió mirar por la ventana y vio cerca de la taberna un magnifico palacio que tenía rotos todos los cristales de las ventanas.
-Dime - preguntó al tabernero-, ¿qué palacio es ese y por qué se halla abandonado?
- Ya hace tiempo - le dijo éste- que nuestro zar hizo construir ese palacio, pero le fue imposible establecerse en él. Hace diez años que está abandonado, porque los diablos lo han tomado por residencia y echan de él a todo el que entra. Apenas llega la noche se reúnen allí a bailar, alborotar y a jugar a los naipe.
El soldado, sin pararse a pensar en nada, se dirigió a palacio, se presentó ante el zar, y haciendo un saludo militar, le dijo así:
- ¡Majestad! Perdóneme mi audacia por venir a verle sin ser llamado. Quisiera que me diese permiso para pasar una noche en su palacio abandonado.
- ¡Tu estás loco! se han presentado ya muchos hombres audaces y valientes pidiéndome lo mismo; a todos les di permiso, pero ninguno de ellos ha vuelto vivo.
- El soldado ruso ni se ahoga en el agua ni se quema en el fuego -contesto el soldado-. He servido a Dios y al zar veinticinco años y no me he muerto. ¿Cree su majestad que me voy a morir en una sola noche?
- Pero te advierto que siempre que ha entrado al anochecer un hombre vivo, a la mañana siguiente sólo se han encontrado los huesos - contestó el zar.
El soldado persistió en su deseo, rogando al zar que la diese permiso para pasar la noche en el palacio abandonado.
- Bueno- dijo al fin el zar-. Ve allí si quieres; pero no podrás decir que ignoras la muerte que te espera.
Se fue el soldado al palacio abandonado, y una vez allí se instaló en la gran sala, se quitó la mochila y el sable, puso la primera en un rincón y colgó el sable en un clavo. Se sentó a la mesa, sacó la tabaquera, lleno la pipa, la encendió y se puso a fumar tranquilamente.
A las doce de la noche acudieron, no se sabe de dónde, una cantidad tan grande de diablos que no era posible contarlos. Empezaron a gritar, a bailar y alborotar, armando una algarabía infernal.
-¡Hola, soldado! ¿Estas tu tambien aquí? - gritaron al ver a éste-. ¿Para que has venido? ¿Acaso quieres jugar a los naipes con nosotros?
- ¿Por qué no he de querer? -repuso el soldado-. Ahora que con una condición: hemos de jugar con mi baraja, porque no tengo fe en la de ustedes.
En seguida sacó su baraja y empezó a repartir las cartas. Jugaron un juego y el soldado ganó; la segunda vez ocurrió lo mismo. A pesar de todas las astucias que que inventaban los diablos, perdieron todo el dinero que tenían, y el soldado iba recogiéndolo tranquilamente.
Espera, amigo -le dijeron los diablos; tenemos una reserva de cincuenta arrobas de plata y cuarenta de oro: vamos a jugar esa plata y ese oro.
Mandaron a un diablejo para que les trajese, los sacos de la reserva y continuaron jugando. El soldado seguía ganando, y el pequeño diablejo, despues de traer todos los sacos de plata, se cansó tanto que, con el aliento perdido, suplicó al viejo diablo calvo:
- Permíteme descansar un ratito.
- ¡Nada de descanso, perezoso! ¡Tráenos en seguida los sacos de oro!
El diablejo, asustado, corrió a todo correr y siguió trayendo los sacos de oro, que pronto se amontonaron en un rincón. Pero el resultado fue el mismo: el soldado seguía ganando.
los diablos, a quienes no les agradaba separarse de su dinero, derribaron la mesa a patadas y atacaron al soldado, rugiendo a coro:
- Despedácenlo, despedácenlo!
Pero el soldado, sin turbarse, cogió su alforja, la abrió y preguntó:
- ¿Saben que es esto?
- Una alforja - le contestaron los diablos.
- ¡Pues entren todos aquí!
Apenas pronunció estas palabras, todos los diablos en pelotón se precipitaron en la alforja, llenándola por completo, apretados unos con otros. El soldado la ató lo más fuerte posible con una cuerda, la colgó de la pared, y luego, echándose sobre los sacos de dinero, se durmió profundamente in despertar hasta la mañana.
Muy temprano, el zar dijo a sus servidores:
- Vayan a ver lo que le ha sucedido al soldado, y si se ha muerto, recojan sus huesos.
Un abrazo de espera.
Hortensio.
Apenas tuvo tiempo de pronunciar las estas palabras cuando, con gran asombro suyo, los gansos volaron hacia él y entraron en la alforja. El soldado la ató, se la puso en el hombro y siguió su camino.
Anduvo, anduvo y al fin llegó a una gran ciudad desconocida. Entró en una taberna y dijo al tabernero:
- Oye, toma este ganso y ásamelo para la cenar ; por éste otro me darás pan y una buena copa de aguardiente, y éste tercero te lo doy a ti en pago de tu trabajo.
Se sentó a la mesa y, una vez lista la cena, se puso a comer, debiéndose el aguardiente y comiendo el sabroso ganso. Conforme cenaba, se le ocurrió mirar por la ventana y vio cerca de la taberna un magnifico palacio que tenía rotos todos los cristales de las ventanas.
-Dime - preguntó al tabernero-, ¿qué palacio es ese y por qué se halla abandonado?
- Ya hace tiempo - le dijo éste- que nuestro zar hizo construir ese palacio, pero le fue imposible establecerse en él. Hace diez años que está abandonado, porque los diablos lo han tomado por residencia y echan de él a todo el que entra. Apenas llega la noche se reúnen allí a bailar, alborotar y a jugar a los naipe.
El soldado, sin pararse a pensar en nada, se dirigió a palacio, se presentó ante el zar, y haciendo un saludo militar, le dijo así:
- ¡Majestad! Perdóneme mi audacia por venir a verle sin ser llamado. Quisiera que me diese permiso para pasar una noche en su palacio abandonado.
- ¡Tu estás loco! se han presentado ya muchos hombres audaces y valientes pidiéndome lo mismo; a todos les di permiso, pero ninguno de ellos ha vuelto vivo.
- El soldado ruso ni se ahoga en el agua ni se quema en el fuego -contesto el soldado-. He servido a Dios y al zar veinticinco años y no me he muerto. ¿Cree su majestad que me voy a morir en una sola noche?
- Pero te advierto que siempre que ha entrado al anochecer un hombre vivo, a la mañana siguiente sólo se han encontrado los huesos - contestó el zar.
El soldado ruso... |
El soldado persistió en su deseo, rogando al zar que la diese permiso para pasar la noche en el palacio abandonado.
- Bueno- dijo al fin el zar-. Ve allí si quieres; pero no podrás decir que ignoras la muerte que te espera.
Se fue el soldado al palacio abandonado, y una vez allí se instaló en la gran sala, se quitó la mochila y el sable, puso la primera en un rincón y colgó el sable en un clavo. Se sentó a la mesa, sacó la tabaquera, lleno la pipa, la encendió y se puso a fumar tranquilamente.
A las doce de la noche acudieron, no se sabe de dónde, una cantidad tan grande de diablos que no era posible contarlos. Empezaron a gritar, a bailar y alborotar, armando una algarabía infernal.
-¡Hola, soldado! ¿Estas tu tambien aquí? - gritaron al ver a éste-. ¿Para que has venido? ¿Acaso quieres jugar a los naipes con nosotros?
- ¿Por qué no he de querer? -repuso el soldado-. Ahora que con una condición: hemos de jugar con mi baraja, porque no tengo fe en la de ustedes.
En seguida sacó su baraja y empezó a repartir las cartas. Jugaron un juego y el soldado ganó; la segunda vez ocurrió lo mismo. A pesar de todas las astucias que que inventaban los diablos, perdieron todo el dinero que tenían, y el soldado iba recogiéndolo tranquilamente.
Espera, amigo -le dijeron los diablos; tenemos una reserva de cincuenta arrobas de plata y cuarenta de oro: vamos a jugar esa plata y ese oro.
Mandaron a un diablejo para que les trajese, los sacos de la reserva y continuaron jugando. El soldado seguía ganando, y el pequeño diablejo, despues de traer todos los sacos de plata, se cansó tanto que, con el aliento perdido, suplicó al viejo diablo calvo:
- Permíteme descansar un ratito.
- ¡Nada de descanso, perezoso! ¡Tráenos en seguida los sacos de oro!
El diablejo, asustado, corrió a todo correr y siguió trayendo los sacos de oro, que pronto se amontonaron en un rincón. Pero el resultado fue el mismo: el soldado seguía ganando.
los diablos, a quienes no les agradaba separarse de su dinero, derribaron la mesa a patadas y atacaron al soldado, rugiendo a coro:
- Despedácenlo, despedácenlo!
Pero el soldado, sin turbarse, cogió su alforja, la abrió y preguntó:
- ¿Saben que es esto?
- Una alforja - le contestaron los diablos.
- ¡Pues entren todos aquí!
Apenas pronunció estas palabras, todos los diablos en pelotón se precipitaron en la alforja, llenándola por completo, apretados unos con otros. El soldado la ató lo más fuerte posible con una cuerda, la colgó de la pared, y luego, echándose sobre los sacos de dinero, se durmió profundamente in despertar hasta la mañana.
Muy temprano, el zar dijo a sus servidores:
- Vayan a ver lo que le ha sucedido al soldado, y si se ha muerto, recojan sus huesos.
***
Continuará...Un abrazo de espera.
Hortensio.
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