lunes, 19 de marzo de 2012

Un cristo diferente II parte


Al presentar mis rendidas disculpas, primero a mi interfecto y admirado escritor y a Ustedes estimados lectores por haberme demorado tanto que algunos pensaron que lo había diluido en el tiempo a propósito, pongo ante sus ojos lo que he denominado en forma atrevida... II parte, que a su tenor dice:



                Redentor o no, en lo  profundo de su dolor y de su cólera, un hombre que si no era Dios, era un Poeta. Pues nunca fue más Divino que cuando estaba muerto, abandonado de Dios y de los hombres, traicionado por sus discípulos, su manto irrisorio de Rey de los Judíos jugado al dado por sus verdugos, desertado por la turba cobarde y borracha de su pueblo que a la hora del coraje le dio la espalda, regresó a su taberna y a sus piojos, y al otro día lo olvidó.

                 Sólo tres mujeres quedaban en el muladar del Gólgota esperando el descendimiento de su cuerpo masacrado, a la hora crepuscular en que los cuervos se posaban sobre la Cruz para merendar al redentor.
                
                  Y estaban allí, sobre el lógobre peñon del martirio, no porque creyeran que ese que acababa de expirar fuera Dios o espectro de Otro Mundo, sino por lo contrario: porque sabían que era nada más un hombre que las había amado en su carne, y las había caraciado con la caricia de un dios. Pues la carne que ama a la carne es el más bello poema en que el Espíritu se redime. Por eso fue sublime en la cruz: porque a la hora ingrata de la agonía no olvidó a sus mujeres; porque en su nostalgia y en su delirio, su su despedida fue una promesa de fidelidad a la carne y a este mundo; y porque en su silencio aterrador parecía gritar: "Oh, amada mía, por entre tu carne palparé tus huesos para reconocerte el Día de la Resurrección"

                  De pie bajo el cielo negro del Calvario estaban ellas: ¡Sólo mujeres! Fieles mujeres a la bondad de la carne.

                  María, su madre, que lo amaba por esa otra forma culpable de la caricia que es dolor del nacimiento, y también con ese terrible amor de las entrañas que es la compasión.

                   Magdalena, su amada, contra cuyas caricias luchó su Espíritu para no taricionar su Destino de Redentor, en una batalla feroz entre el cielo de sus ideas y la piel de su deseo. Pero él fue superior a si mismo, y mereció ser Dios en ese instante trágico en que sacrifico su felicidad a su locura.

                   Nunca fue más dramática su lucha con el Dios que lo tentaba, que en ese minuto fugaz del despego a la Tierra que amaba, y a la que se sacrificó para iluminarla de sentido. Pues Cristo no desertó la Tierra por el Cielo. Al contrario, predicaba que era un Dios de vivos y no de muertos. Lo que pretendía con su ademán era restituir a la Tierra su dignidad de Paraíso perdido en el alma del hombre.

                   Por eso lo amaron sus mujeres: por esa dualidad que reune en la misma caricia al amante y al Dios. Y por eso nunca lo olvidaron, aunque tal vez en la soledad de la carne y en las nostalgias de las lunas tibias que iluminaron su errancia por los huertos floridos,  evocarían dolorosamente sus besos, y no le perdonaron la locura de su sacrificio. Pues ellas que compartieron su lecho sabían que ese ardiente Galileo no era Dios, sino el mejor de los hombres posibles.

                  Por eso amo este Cristo enamorado, y soy su herida cuando sufro de ese mismo dolor de que murió: ¡El hombre!

                  No oro a Cristo con palabras, ni espero nada de su Cielo prometido. Pero lo vivo en su pasión y en sus sueños, que fueron la pasión y los sueños de un poeta.



Hasta aquí su poema... a mi me basto leerlo para que fuera mi oración preferida y olvidarme por un instante bello, este mundo material de las apariencias; espero que les haya gustado tanto como a mi y se los dejo con un abrazo fraternal.

Un abrazo cristianero...

Hortensio,



























                   

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